Hace bastantes años, a
principios de los 90`, fallecía en un hospital vigués Yolanda, una
joven de diecisiete años víctima de un cáncer terminal. Estuve con
ella en sus últimas semanas. Hablamos, reímos y lloramos juntos.
Yoli, mi dulce Yoli, fue el punto de inflexión en mi camino
espiritual personal. Cuando las certezas te abandonan surge un foco
de luz en medio de la espesa niebla.
Su madre,
enfermera de profesión, había perdido también a su marido y a su
hijo varón en trágicos accidentes con pocos años de diferencia.
Cuando su niña expiró se acercó a mi y me preguntó: “Dame una
razón para seguir viviendo”. No supe que contestarle. Me sentí
desolado, sin respuesta, y lo único que acerté a hacer fue
abrazarla y tratar de “absorber” su intenso dolor. En ese
silencio, en esa “comunión espiritual” que aún hoy me hace
estremecer, surgió una respuesta al cabo de unos minutos. Le dije:
“Ahora no hagas nada, quisiera decirte una palabra sanadora que
pudiera disolver tu sufrimiento pero no sé que decirte, pero quiero
que sepas que sufro contigo y que lloro contigo. Quizá un camino de
curación sea ayudar a otras personas en similares situaciones. Que
tu inmenso dolor sea el motor de tu entrega a los demás”. Ella no
respondió, simplemente seguimos enlazados empapando nuestros hombros
de lágrimas. Pero milagrosamente esas palabras germinaron en su
corazón y hoy ayuda a enfermos y allegados a superar este inevitable
trance que es la muerte.
No obstante su pregunta sigue
latiendo dentro de mi de vez en cuando: “Dame una razón para
seguir viviendo”.
Hace poco le decía a otra amiga que me
escribe en este medio virtual que una buena opción para el dolor es
parar y no hacer nada; "dejar que la oscuridad deje paso al
alba".
Otro camino que puede sonar paradójico al
principio es ayudar a alguien a que encuentre su amanecer, a pesar de
que uno esté sumido en las tinieblas más oscuras de la noche. La
ayuda a los otros es luz para uno mismo. El dolor de los demás nos
ayuda a soportar el dolor propio. Nos sensibiliza y “afina” para
que entre todos compongamos la música maravillosa de la compasión y
no el ruido desafinado y destructor del egoísmo.
En la
espantosa soledad del alma podemos encontrarnos con Dios a través de
nuestra mente espaciosa e infinita, diamantina y perfecta: "Rigpa",
nuestro Cristo interior, el Buda... todos moran más allá de
nuestros prejuicios, de los símbolos y rituales, pero se manifiestan
de forma inefable en el Amor; en él y a través de él realizamos la
experiencia del vivir más allá del sufrimiento.
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